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El jugador de gafas había dejado la reina de corazones sobre el tapete.
El jugador de su derecha hizo un montón con los descartes al tiempo que preguntaba:
– ¿Una carta?
La reina de corazones venció poco a poco el pánico de verse boca abajo, notando como la hierba verde y áspera del tapete le abrasaba el rostro. Voces. Sólo voces. Miedo. Sólo miedo. Cegada como estaba únicamente podía oír lo que estaba pasando.
Las nuevas cartas repartidas pasaron a remplazar los descartes. Se miraron entre ellas. Se asignaron papeles tratando de conjugar un guión, una combinación ganadora.
El jugador de la derecha examinó atentamente su nueva mano. Naipe a naipe. Una sensación de poder, de triunfo se fue abriendo camino de forma escondida por su interior. Dejó pasar el tiempo. Con mirada neutra. Adoptando la mejor de sus expresiones inexpresivas. Levantó la vista hasta enfocar a su oponente.
Entonces entendió que a pesar de todo no tenía la mano ganadora. Al menos no en este juego.
El jugador de gafas había dejado todos sus naipes sobre el tapete y le miraba con una expresión de seriedad en su rostro.
En su mano, de forma absurda, sin estar en el guión, como si fuera un juguete, una pistola. Un arma de un gris oscuro. De acero pavonado. De apariencia engañosamente inofensiva, le estaba mirando a través de su único ojo ciego.
– Apostar para ganar mi propio dinero es un juego que no tiene gracia.
– Espera! Puedo reunir todo que debo. Sólo necesito unos días..
– Eso mismo ya nos lo has dicho otras veces. Escucha: en realidad a mi todo esto me da igual. Yo únicamente estoy aquí haciendo un trabajo. No es a mí a quien debes convencer.
– Mañana mismo puedo….
No llegó a terminar su frase. Sólo por un breve momento pudo oir el sonido de la detonación. El proyectil de plomo hizo que ese breve instante fuera su último recuerdo. Después todo fue negro. Después no hubo nada.
Cayó sobre el tapete. Una mancha comenzó a extenderse. Una ola de color rojo oscuro se extendió lentamente sobre la mesa transformando todo lo que alcanzaba en una prueba judicial.
La reina de corazones asustada, desesperada, testigo mudo de esta partida jugada con unas reglas desconocidas. Se da cuenta impotent
e de que la sangre caliente está mojándola. Rojo de sangre sobre el rojo de su corazón tatuado. Cierra los ojos. Intenta no pensar. Intenta no escuchar.
El asesino guarda el arma en su bolsillo. De forma fría, desapasionada. Se enfunda unos guantes de goma. Guantes de cirujano fuera de lugar. Absurdos en aquel sitio. Con cuidado levanta a su víctima. Recoge todos los naipes y la colilla aplastada del cenicero. Son los únicos objetos en los cuales, a pesar de todo su cuidado de profesional, no ha podido evitar dejar su huella.
Lo primero que hará al salir de ahí será quemarlo todo.
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© Tale